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Viernes, 01 de Mayo de 2008
FUENTE: 
«La realidad es Paquirrín subiéndose las lorzas en el Egeo»
Juan Méjica fue quien precedió en el uso de la palabra a Diego Medrano, para hablar de Agua me falta. Tragedia y neurosis 1999-2007 (Ediciones Septem), un poemario al que su autor considera más bien una novela, que así es la heterodoxia del torrencial escritor. Méjica empezó descartando lo que Medrano no es: «Nunca un borracho, aunque le gusten las tajadas; ni un suicida, porque conjura el suicidio; ni un enfant terrible, pues eso es arroz pasado; ni tampoco un maldito, al estilo de Rimbaud, Dylan Thomas y Cioran, ya que esa tradición pertenece asimismo al pretérito». En el orden interrogativo: «¿Puede ser un fingidor, un nieto de Gimferrer, un hijo de Luis Antonio de Villena (risas entre la concurrencia), un sobrino de Umbral?». Para Juan Méjica, las conclusiones le situarían como «post-novísimo, cosmopolita provinciano, rebelde sin causa, cineasta en blanco y negro, tóxico corrosivo y hasta heredero de Rubén Darío», por su tendencia poética al azul.

Claro está, Medrano lo negó todo y se declaró en guerra «contra los mitos, el mercado y los escritores-funcionarios». Y al paso, se preguntó por lo real, «un tema clásico». ¿Qué es lo real?: «Ver a Paquirrín saliendo del mar Egeo, subiéndose las lorzas y rodeado de putas y cocaína». Lo que sorprende a Diego Medrano es que «esa realidad nos nos sorprende». Paradojas de la casa.

Su recorrido por otras realidades lo confrontó a episodios vividos por varios escritores. Roberto Bolaños en su último día de vida, cuando vio en la clínica a una chica preciosa -o una musa- e imitó el gesto con el que limpiaba los cristales a modo de adiós. Onetti, yendo a una habitación prostibularia donde estaba un gato sobre el que se abalanzó, diciendo: «Esto es real» (no hace falta explicar que la prostitución es «una inmensa mentira»). Claudio Rodríguez. encaramado a un muro con rostro alucinado, persiguiendo a un cuco, «en busca de la belleza, pues el mundo literario agota». O la lección de botánica que le dio Valle Inclán a Rubén Darío en el Parque del Retiro. «¿Qué son esas flores anchas que flotan en el estanque?», quiso saber el nicaragüense. «Nenúfares, a los que mencionas tanto en tus poemas», le asesoró el autor de Luces de bohemia.

Pero tal vez la meditación más aclaratoria de Medrano fue su autodefinición: «Un creador que va contra sí mismo». Eso es la vida, que en su caso no mantiene línea de separación con el arte. Eso es el tiempo. Se puede observar en los relojes de arena o en las clepsidras. Para que un depósito se llene, ha de ir quedando vacío el otro. Y por eso Diego Medrano afirma rotundamente
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